martes, 5 de diciembre de 2017

Dos artículos de José María Castroviejo sobre los hongos y sus propiedades [“Los hongos en Galicia” (ABC, 25 de noviembre de 1958) y “Los hongos alucinógenos” (ABC, 10 de octubre de 1965)]


LOS HONGOS EN GALICIA
Una riqueza sin amigos
EN el otoño de la mano llena se condecora el epitafio técnico de las criptógamas con la fantasía multicolor —flores de otoño sobre la breve tierra— de los exquisitos y breves hongos.
Bajo la cúpula de los castaños frescantes, el arpa eólica de los pinares, la intimidad augural de las robledas o la esmeralda, intacta como un crisoberilo de los prados. Toda una larga teoría de oscuras y deslumbrantes plantas entonan y enjoyan la geonutricia de nuestro Finisterre. “Lepiotas proceras”, campestres sombrillas, gratas al romano de suculenta mesa, robusto cuello y quiritario gesto; “cantharellus cibarius”, amarillo grito en forma de copa —del “cantharos” griego—, insuperable compañía para un buen estofado o un revuelto de huevos; “psalliotas campestris”—cultivadas con amor por los franceses—, comunes a todos los guisos; “boletus aerus” y “edulis”, reyes por derecho propio de la gastronomía; “clitopilus orcella”—sombrero ladeado, en el académico griego pedante—, con su exquisito olor a fina flor de harina; “lactarius deliciosus”, que exudan sangre al ser cogidos; “russulas virescens”, que se deslíe bien en el paladar, con un íntimo sabor en el que cabe toda la ecuación del bosque... Pero, cuidado.
Riesgo y ventura
El monje Planudio cuenta cómo Esopo, cuando era esclavo de Xanthus, filósofo griego, fue por éste encargado de preparar la mejor mesa posible para sus amigos dilectos. El contrahecho fabulista tan sólo presentó lenguas, aunque, eso sí, adobadas del más perfecto modo al que podían alcanzar las culinarias artes. Ante los reproches de su amo, respondió Esopo que, a su recto juicio, la lengua era lo que había de mejor en el mundo; órgano de la verdad y de la razón, permitidora de toda clase de relaciones con los semejantes al “homo sapiens”, sin ella no podrían tener existencia cabal ni civilización ni ciencia.
Rezongante y confuso ante la réplica, Xanthus, que no debía ser ajeno al fino humorismo, le pidió para el día siguiente un banquete a base de las peores especies. Tranquilamente Esopo preparó otra larga teoría culinaria de lenguas. Eran, le dijo, lo peor de las cosas, ya que de ellas proceden todas las maledicencias, infecciones y guerras. No sabemos lo que le contestó Xanthus, pero sí sabemos que esto es perfectamente aplicable a los Agáricos, primera noble familia del orden de los “Basidiomycetos”, y, dentro de ésta, al alucinante género de los “Amanitas”.
Ya el romano Claudio, Emperador, halló la muerte por habérsele mezclado arteramente a su hongo predilecto —la “amanita caesarea”— trozos de la “muscaria”, de bello sombreo rojo salpicado de blancos manchones —grato cobijo para los nórdicos enanos de los cuentos de Grimm, que los “Christmas” han popularizado en mil postales—, que solapadamente brota vecina en la otoñada de los bosques. Por cierto que en el Norte de la Siberia y en Kamchatka los indígenas preparan y comen en el largo invierno la “amanita muscaria” previamente desecada y reducida a rollos, que engullen con salvaje gula. La “muscarina” fue el hongo guarda; actúa como un excitante salvaje, alterando su “phisis” y “psiquis” hasta la convulsión y el vértigo. Dicen que es una droga alucinante. Dicen...
Y sobre el fino matiz y la joya del color, el veneno mortal que aguarda a los imprudentes. A los que creen que basta con un conocimiento empírico para la clasificación de los hongos —como en las películas del Oeste— entre buenos y malos, cuando sólo cabe para poder distinguirlos, en el cara y cruz de la vida, la muerte o el retortijón, en el más benévolo de los casos, un elemental conocimiento científico. Como la tonta conseja, causa de tantas desgracias, de la cuchara de plata puesta en contacto con el hongo en cocción y su gratuita bondad a éste, o sin maldad en trueque, si la plata no se ennegrece. Pero no ennegrezcamos, por nuestra parte, demasiado la perspectiva. Las especies cuya toxicidad es temible no son, afortunadamente, numerosas. Pertenecen todas al género “amanita”, del que hemos hablado, y, con un poco de atención, resultan fácilmente reconocibles. La temible “phalloides”—ante la que apetece colocar, como en los postes de alta tensión, calavera y tibias cruzadas—, con su sombrero verde amarillento, cual agua pérfida de pantano absorbente; la “citrina”, con sus verrugas blancas —restos de volva— sobre el limón de la cabeza; la “pantherina”, moteada como la piel de un ágil felino saltante, que no debe confundirse con la “spissa”, que es, como la “rubescens”, la “vinosa” o la preclara “caesarea”, excelente manjar; la citada, peligrosa y bella, “muscaria”...
Las especies mortales son, afortunadamente, escasas; como decimos, son fácilmente reconocibles con un poco de atención y estudio a través de un manual científicamente responsable y de una observación atenta sobre el terreno: color de las láminas, existencia o no de volva, etcétera. Otros hongos, apresuradamente recogidos, pueden producir cólicos o indigestiones, pero no situaciones mortales. Incluso algunos, estimados por ciertos manuales como venenosos, tales como el “boletus luridus” o la “volvaria speciosa”, podemos afirmar, a través de nuestra personal experiencia, que resultan perfectamente comestibles.
Una cosecha abandonada
La campesina gente gallega es, por sistema, enemiga de las setas. El calificativo mejor que éstas le merecen es el de “pan de cobre” o “pan de sapo”, considerándolas como alimento tan sólo idóneo para los repelidos ofidios o batracios. Resulta particularmente sensible esto en una tierra en la que por sus condiciones de humedad y específica composición orgánica proliferan los hongos de tan singular manera.
Boletus” —los famosos y buscados “cèpes”, regalo de gourmets para la dulce Francia— y “cantharellus”—perfumados y exquisitos compañeros de la carne, a la que ennoblecen con su proximidad y amiganza— se muestran en primaveras y húmedos otoños con generosa abundancia. En tal cantidad a veces, que pudieran ser cargados sin hipérbole alguna auténticos carros. Las exquisitas plantas —tan ricas, por otra parte, en albuminoides e hidratos de carbono—, cotizadas “et pour cause”, como dicen en Francia, a alto precio en los mercados, quedan abandonadas en Galicia, hasta su desaparición, como simple ornato de bosque o prado. Son bellas estas flores del humus de otoño, pero, como las rosas, merecen ser recogidas “in tempore oportuno”. Desde el ángulo económico, la simple recogida de su espléndida oferta espontánea, sin que hablemos ahora de un utilísimo y lógico cultivo racional, brinda amplias posibilidades de consumo interno y exportación. Una ayuda orientadora sobre el valor real del “pan de cobre”, que en ingentes cantidades se pierde en nuestro Finisterre, nos atreveríamos a opinar que resultaría conveniente. Existen bastantes entidades oficiales, en relación con el agro, que pueden decir sobre esto la palabra.
José María Castroviejo
ABC, 25 de noviembre de 1958, pp. 43 y 19.
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M. R. Gordon Wasson con María Sabina
LOS HONGOS ALICINÓGENOS

Un poco de historia

SUBIENDO por la Serranía Oaxaqueña, a la sombra de las coníferas de Huantla, un breve hongo, el “psilocybe mexicana”, encierra bajo la fragilidad de su sombrero de escasos centímetros, una capacidad tal de alucinación coloreada que ha conmovido a los micólogos y químicos del mundo de hoy.

Su historia, sin embargo, es precolombina. Los españoles que arriban a la gran Tenochitlán, oyen ya de un hongo, semejante a los oaxaqueños, cuyo nombre; azteca —“Teonanacati”— significa, “carne de Dios”, y que crece entre los pinos y cedrales de las montañas volcánicas que rodean el valle de México.

Fray Bernardino de Sahagún, aquel fabuloso franciscano que no se cansó de aprender, inquirir y curiosear, y que vivió en México desde 1520 y 1590, en el libro X de su “Historia General de las cosas de Nueva España”, escrito en lengua mexicana y traducido luego por él mismo al castellano, nos habla de unos honguillos negros llamados “nanacatl”, que comían los indios en sus convites, con los cuales se emborrachaban, veían visiones y aun provocaban a lujuria. Los tomaban con miel, dice, “y cuando se comenzaban a calentar, unos bailaban, cantaban o lloraban, y otros, que no querían cantar, se sentaban en sus aposentos y allí se estaban como pensativos”. Veían grandes y extraordinarias visiones —unos que vivirían y morirían en paz, otros que se ahogaban en el agua o caían de lo alto, otros que habían de ser ricos y tener muchos esclavos, otros que habían de matar y adulterar “y por ello les habían de machacar la cabeza...”—. Después, pasada la borrachera de los honguillos, hablaban entre ellos de las visiones contempladas. “Al día siguiente lloraban todos mucho y decían que se limpiaban y lavaban los ojos y caras con sus lágrimas”; y más adelante, en el Libro XI, anota: “los que los comen, sienten bascas del corazón y ven visiones a las veces espantables y a las veces de risa: a los que muchos de ellos provocan a lujuria y aunque sean pocos”.

Por otra parte, Francisco Hernández el protomédico de cámara de Felipe II, enviado por el Monarca en 1570 para que clasificase y estudiase las plantas medicinales de la Nueva España, tras seis años de afanosas investigaciones nos deja, en su magna obra “Historia Plantarum Novae Híspaniae”, detalles precisos al respecto. “Otros (hongos) cuando son comidos no causan la muerte pero causan una especie de hilaridad irresistible. Se les llama comúnmente “Teyhninti”. Son de color leonado, amargos al gusto y paseen una cierta frescura que no es desagradable. Otros más, sin provocar risa, hacen pasar ante los ojos visiones de todas clases, como combates o imágenes de demonios. Otros más, siendo temibles y espantables, eran los más buscados por los mismos nobles para sus fiestas y banquetes, alcanzaban un precio extremadamente elevado y se les recogía con mucho cuidado; esta especie es de color oscuro y de cierta acritud.

Estudia asimismo el tema Juan Badiano, traductor al latín de una singular obra —existe una maravillosa edición contemporánea— escrita originariamente en “náhuatl” por Martín de la Cruz, que porta el título de “Libellus de medicinabulís indorum herbis”.

Estas extrañas criptógamas excitan la repulsa del vehemente fray Toribio de Motolinia, cuyos “Memoriales” son fuente primordial para el conocimiento de la historia de Méjico. El buen fraile las asocia directamente con el diablo, viendo en el rito indígena de ingerir los hongos sagrados una semejanza con el cristiano de la Sagrada Comunión: “Tenían otra manera de embriaguez: era con unos hongos o setas pequeñas, que en esta tierra las hay como en Castilla: mas las de esta tierra son de tal calidad, que comidas crudas y por ser amargas, beben tras ellas y comen con ellas un poco de miel de abejas; y de allí a poco rato veían mil visiones”... "A estos hongos, termina, llámandolos en su lengua “teunamacatlh”, que quiere decir carne de Dios o del Demonio que ellos adoraban y de dicha manera con aquel amargo manjar su cruel dios los comulgaba.

Luego comienza a descender sobre las drogas mágicas —lo mismo los hongos que la raíz del peyotl— el olvido. El Santo Oficio persigue su uso y sólo se ocupan de ellas las brujas y curanderas, que las ingieren en secreto en un ambiente religioso y mágico, en el que entran la comunión con la naturaleza y la evasión de la realidad circundante en alucinantes visiones coloreadas. Las referencias a los hongos terminan en 1726.

El nuevo descubrimiento

Un banquero y etnólogo norteamericano, M. R. Gordon Wasson y su mujer, la doctora Valentina Pavlovna Wasson, son los que, en nuestros días, sacan a luz y ponen en circulación de nuevo los hongos alucinógenos mejicanos. Acaba de nacer una nueva ciencia: La etnomicología que Roger Heim, director del Museo de Historia Natural de París y observador sobre el terreno de los extraordinarios pequeños hongos, hace destacar exaltando la obra de los dos etnólogos neoyorquinos, llegados a Méjico en 1953 para reanudar la notable investigación emprendida por nuestros frailes y naturalistas del XVI.

Como fruto de esta investigación surge un notable libro prologado por Heim —“Les Champignons Hallucinógenes de Méxique”. Editions du Museum National d'Histotire Naturelle. París, 1956— que despierta la curiosidad de la ciencia moderna y que hace que en el pabellón de Francia de la Exposición Internacional de Bruselas figuren, al lado de los estudios sobre el uso pacífico de la energía atómica, los hongos de Oaxaca[1]. Aldous Huxley y Antoain Artaud investigan a su vez sobre la materia y el doctor Albert Hoffman, de los laboratorios Sandoz, de Basilea, demuestra que el principio activo de estas criptógamas, la “psilocibina”, produce efectos similares al ácido lisérgico.

En la sierra Mazateca vivía desde hacía años una lingüista y misionera también norteamericana, Eunice Victoria Pike, con la que se ponen en contacto los esposos Wasson, acompañados por su hija Masha y el ingeniero Robert Weitlander, guiándoles a su vez aquélla en el mundo misterioso de los indios oaxaqueños y de los hongos sagrados. Comienza la gran aventura.

El éxtasis coloreado

Fernando Benítez, en un recientísimo y sugestivo libro —“Los Hongos Alucinantes”, Ediciones Era, Méjico D. F., 1964—, nos relata, día por día, los contactos de estos redescubridores con la india María Sabina, que desde el ámbito de la magia es la principal introductora de los visitantes en el extraño mundo de los éxtasis y las visiones alucinantes.

¿Qué tremendos ritos y dioses antiguos se mezclan en la comunión de estos hongos con devociones cristianas hasta transformarse el mismo que las ingiere también en un dios? ¿De dónde deriva el estado de absoluta pureza de que debe estar impregnado el que se aproxima al altar en el que se pasan, como una custodia, los hongos sobre el plato, rodeados de flores y estampas católicas, de la Virgen, de San Miguel o del Señor Santiago? Confusión de confusiones, en esta extraordinaria y auténtica medicina mágica, en la que sus oficiantes, como en los siglos, bucean a través del espíritu y la naturaleza en los abismos más insondables del alma humana.

Todos están de acuerdo en que María Sabina es una mujer extraordinaria. El doctor Roger Heim nos habla de su “poderosa personalidad” y Gordon Wasson, al relatamos su primer encuentro con ella nos dice: “La señora está en la plenitud de su poder y se comprende por qué Guadalupe nos dijo que era una señora sin mancha, inmaculada, pues ella sola había logrado salvar a sus hijos de todas las espantables enfermedades que se abaten sobre la infancia en el país mazateco y nunca se había deshonrado utilizando su poder con fines malévolos. Nosotros hemos comprobado que se trata de una mujer de rara moral y de una espiritualidad elevada al consagrarse a su vocación.

Pero ya comienzan las preces, ese lenguaje esotérico llamado por los sacerdotes “navaltocaitl”, que es el idioma de la divinidad. Su traducción no es fácil: Alerta al éxtasis:

Soy una mujer que llora — Soy una mujer que habla — Soy una mujer que da la vida...

Cambia el ritmo:

Soy Jesucristo — Soy San Pedro — Soy un Santo — Soy una Santa — Soy una mujer del aire — Soy una mujer de luz — Soy una mujer pura — Soy una mujer muñeca.
Soy el corazón de Cristo — Soy el corazón de la Virgen — Soy el Corazón del Padre.
Soy la mujer creadora — Soy la mujer que se esfuerza — Soy la mujer estrella — Soy la mujer del cielo,”

María es analfabeta y su sensibilidad así como sus predicciones —Wasson relata emocionado lo que certeramente predijo acerca de su hijo residente en Estados Unidos y a quien no conocía de nada— radica absolutamente en el mundo de la magia. La magia azteca que hunde sus raíces en Quetzacoatl, Tlaloc y los dioses crueles, y que llega, en extraña metamorfosis, a empaparse de emoción cristiana. Los hongos se presentan ahora ante María como niños: Niñas con violines y trompetas, niños que cantan y bailan a su alrededor. El tema de la pureza sigue obsesionante.

Soy una mujer limpia — El pájaro me limpia — El libro me limpia — Flores que limpian mientras ando — Agua que limpia — Porque no tengo basura — Porque no tengo saliva — Porque no tengo polvo — Porque él no tiene — Porque ésta es la obra de los santos — No tengo oídos — No tengo pezones.

De pronto en el éxtasis, una afirmación rotunda:

“Soy conocida en él cielo
Dios me conoce.”
Para terminar con poética y desgarrada tristeza indiana:
Oye luna
Oye mujer-cruz del Sur
Oye estrella de la mañana.
Ven.
Cómo podremos descansar
Estamos fatigados
Aún no llega el día...
Las palabras, como los remedios y los avisos, brotan creadas por hongos, como brotan éstos en el “humus” tras las redondas lluvias del otoño. Existe un lado místico y otro concreto y real de “viaje al cielo” que lleva a los trances aberrantes, en palabras de Mircea Eliade, que también estudia este fenómeno[2].
Al final será la Invocación al Espíritu Santo, “su guía y su fuerza, que la conducirá a la reglón de las muertes y le descorrerá el velo que oculta el porvenir”.
El doctor Fernando Benítez nos relata en el apasionante libro, ya citado, “Los Hongos Alucinantes”, su personal experiencia con el 'ntl1 sí3 tbo3el que brota” en metáfora mística (en lengua mazate 1 es el sonido más elevado y 4 el más bajo, el apóstrofe representa una pausa glótica).
Fue una experiencia atroz, de la que salió dolorido y deslumbrado, azotado y lúcido, cargado de electricidad y ligero como una paloma. ¡Qué extraordinaria nueva “Pipa de Kif” escribiría don Ramón del Valle Inclán de haber conocido esta experiencia, o, mejor, qué nueva “Lámpara Maravillosa”! Benitez vio en color el mundo pasado y presente. El futuro se le presentó terrible, como visión de Patmos. Viajó por espacios siderales entre músicas lucidísimas. Se vio, temblando, dentro del punto Omega del P. Teilhard de Chardin. Vio el “Aleph”, de Borges, desvelando tremendamente el secreto de la vida en segundos. Vio jardines y lagos de ensueño. Estuvo en las más altas cumbres del éxtasis y descendió a Infiernos abominables, con viboritas onduladas de ojos verdes y rojos que pinchaban como alfileres: Un mundo filiforme, de gelatina blanca, de pólipos, de gusanos entre un hervidor de podredumbre.
Los mismos gusanos que nos describe fray Toribio de Motolinia en el XVI, al hablar así de estos hongos: “y de allí a poco veían mil visiones y en especial culebras; y como sallan fuera de todo sentimiento, parecíales que las piernas y el cuerpo tenían llenas de gusanos que los comían vivos”.
Conoció los volcanes y las estrellas más remotas y hermosas, el Cielo y el abismo, la pureza y la abyección. Amó en las cimas que el éxtasis invade, rió, lloró y sufrió inmensamente. Nos lo cuenta aún temblando...

José María Castroviejo
ABC, 10 de octubre de 1965, pp. 39, 43 y 47.




[1] Valentina Pavlovna Waason y R. Gordon Wasson, son autores de otra monumental obra en dos tomos: “Mushrooms, Russia and History”, publicada en 1957 por el Pantheon Books de Nueva York. Los aspectos etnológicos y lingüísticos de los hongos de México se encuentran ya tratados en dos capítulos de este extraordinario libro al estudiar las posibles migraciones de Siberia.
[2] Mircea Eliade, “El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis”. Fondo de Cultura Económica. México. 1960.

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